domingo, 20 de mayo de 2012

La aparición del estado mayor presidencial en México (1942)

Cuando México entró a la Segunda Guerra Mundial en 1942, las fuerzas armadas mexicanas atravesaron por un proceso de transformación y modernización que buscaba poner al ejército mexicano a la altura del conflicto bélico. Si bien la participación mexicana en la guerra fue insignificante, por decir lo menos, los cambios al interior de la estructura militar mexicana si fueron notables, ya que durante ese período se terminó de someter a las fuerzas armadas ante la figura presidencial por medio de la creación del estado mayor presidencial.
            Sin embargo, su aparición constituye apenas el último eslabón de una cadena que buscó someter a los principales cuadros de mando del ejército ante el presidente de la república. Las experiencias previas de golpes de Estado y cuartelazos ocurridos a lo largo del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, exigían mecanismos que subordinaran a los militares ante las autoridades civiles. Se realizaron algunos primeros intentos durante la década de 1930, especialmente bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, pero fue a partir de 1942 que se realizaron los primeros esfuerzos institucionales para someter al poder militar ante el poder civil.
Es posible rastrear ese proceso a través de los periódicos de esos años. La censura que caracteriza a los proyectos militares, especialmente en tiempos de guerra, se dejó sentir en todos los medios de comunicación por lo que leer una nota aislada en el periódico sobre el ascenso de distintos militares no tiene mayor trascendencia. Pero el panorama cambia cuando se relacionan las notas entre sí y se les sigue a lo largo de varios meses. El presente trabajo se limitará a notas periodísticas publicadas entre enero y julio de 1942, en ellas puede observarse una pugna entre dos entidades: el secretario de la Defensa y el presidente.
Dicha pugna iniciaba por el control de las zonas militares. Existían 34 en 1942 y generalmente coincidían con los límites estatales[1]. El reglamento establecía dos categorías de zona militar: de primera y de segunda clase. Las de primera clase estaban al mando de un general de brigada o un general de división, contaban con un estado mayor (dirigido por un general de brigada o un general brigadier), dos secciones de oficiales de los distintos servicios y armas (transmisiones, ingenieros, sanidad, justicia, infantería, caballería, artillería, vehículos y ganado). Las zonas de segunda clase estaban al mando de un general de brigada o un general brigadier, tenían un general como jefe de estado mayor y los mismos servicios que las zonas de primera clase pero con menos elementos. En todas las zonas, la Secretaría de la Defensa fijaba el número de unidades de tropa, de elementos en activo y de elementos en reserva, también estaba facultada para crear o suprimir zonas militares y para establecer nuevos límites entre zonas[2]. Con el fin de limitar a la Secretaría de la Defensa y a su titular, la elección de los comandantes de zona recaía en el jefe del ejecutivo federal[3], por lo que dichos comandantes sólo rendían cuentas ante el presidente[4]. Además, periódicamente, se cambiaba a los batallones y regimientos de una zona a otra o se rotaba a los cuadros de mando de cada zona[5], así se evitaba que una o varias unidades dieran su lealtad al comandante a su mando tras estar demasiado tiempo bajo sus órdenes.
Pese a que podían sufrir transformaciones, la existencia de las zonas militares era razonablemente estable. No así la región militar, el otro escenario de lucha entre la Secretaría de la Defensa y la presidencia.
La región militar agrupaba varias zonas militares, pero su creación estaba condicionada por las amenazas que surgieran. En 1942 sólo existían dos regiones: la del Pacífico y la del Golfo. La primera apareció después de iniciadas las hostilidades entre japoneses y estadounidenses en el Pacífico[6], por lo que surgió ante la amenaza de una invasión japonesa a México para llegar a los Estados Unidos. La segunda se creó casi dos meses después del hundimiento del “Potrero del llano”[7], de modo que surgió cuando el Golfo de México se convirtió en una región insegura por la actividad de los submarinos alemanes.
La creación de las regiones militares no transformó la organización ni las actividades al interior de las zonas militares[8], sólo debían coordinar las actividades de las distintas zonas militares que agrupaban. Se buscó un equilibrio de poderes entre el secretario de la Defensa y el presidente cuando se redactó el reglamento para las regiones militares. Así, el presidente designaba a los comandantes de las regiones militares[9], pero ésos comandantes las representaban ante el secretario de la Defensa[10]. No obstante, el cumplimiento de éste último punto constituyó más bien una rareza, ya que generalmente los comandantes de las regiones rendían informes al presidente[11]. Éste fenómeno y otros que igualmente marginaron al secretario de la Defensa, se debieron a la creación del estado mayor presidencial.
La organización y delimitación de funciones del estado mayor presidencial inició en los primeros días de enero de 1942[12], antes de que México entrara a la guerra. En un principio no se tenía del todo clara la forma en que se organizaría y funcionaría, pero ya se tenía en mente el dividirla en cuatro secciones. La primera se denominó “Movimiento y control del ejército y la armada”, se encargaría de movilizaciones generales, de la organización de unidades, de la administración de efectivos y fondos, de los alojamientos militares, de los ascensos, recompensas y hojas de servicios. La segunda “Servicios de información” consistía en espionaje, contraespionaje, prensa, publicidad, censura, agregados militares, estudiantes mexicanos en el extranjero, cartografía y relaciones con las autoridades civiles. La tercera “Planes de guerra” trabajaba en operaciones, instrucción, adiestramiento, educación militar, situación de fuerzas y diario de guerra. La última “Abastecimiento de personal y material” se encargaría de evacuaciones, organización de las comunicaciones e industrias militares[13].
Como resultado, un nuevo organismo, el estado mayor presidencial, asumió varias de las atribuciones que habían sido exclusivas del secretario de la Defensa, especialmente a través de la primera sección[14]. Con ello, se creó un mecanismo capaz de controlar todos los ámbitos del quehacer militar en México y de ejercer un contrapeso a todos los generales, particularmente al titular de la Secretaría de la Defensa. Puesto que el surgimiento del estado mayor presidencial ocurrió antes de la entrada de México a la Segunda Guerra Mundial, su creación no respondía a necesidades internacionales sino nacionales. Éste proceso necesariamente continuó durante los años siguientes, ya que 1942 fue un año de experimentación para el estado mayor presidencial, pero es en éste proceso en el que se encuentra la causa del fin de los golpes de Estado dados por militares y de la consolidación del presidencialismo en México.
De este modo, y pese a las críticas que se le pueden hacer la sistema presidencial mexicano de la segunda mitad del siglo XX, fue gracias a su creación que las cúpulas militares en México se subordinaron definitivamente al poder civil.  Pero no a todo el poder civil, sino únicamente a aquel representado por el ejecutivo federal. Este proceso también explica como un civil, por primera vez desde el triunfo de la revolución, asumía la presidencia de la república en 1946.
No es mi intención ofrecer una justificación ideológica para los regímenes priístas que aprovecharon el sistema presidencialista emanado de las reformas implementadas en el ejército durante la segunda guerra mundial. Sólo digo que el presidencialismo fue el precio que México tuvo que pagar por someter a los cuadros de mando de su ejército ante el poder civil.


[1] “El Universal”, 28 de mayo de 1942, primera sección, p. 10.
[2] “El Universal”, 3 de junio de 1942, primera sección, p. 5.

[3] Ib.
[4] “Excélsior” 27 de mayo de 1942, primera sección, pp. 1-2.
[5] Vr. Gr. “El Nacional”, 11 de enero de 1942, primera sección, p. 6.
[6] “El Nacional”, 1 de enero de 1942, tercera sección, pp. 1 y 6.
[7] “El Nacional”, 8 de julio de 1942, primera sección, p. 1.
[8] Cfr. “Excélsior”, 27 de mayo de 1942, primera sección, p. 1; “El Nacional”, 1 de junio de 1942, primera sección, p. 7.
[9] Vid. “El Nacional”, 11 de enero de 1942, primera sección, p. 6; “El Nacional”, 14 de enero de 1942, primera sección, p. 2.
[10] “El Universal”, 25 de mayo de 1942, primera sección.
[11] “El Universal”, 22 de mayo de 1942, primera sección, pp. 1 y 9.
[12] “El Nacional”, 10 de enero de 1942, primera sección, p. 1.
[13] “El Universal”, 3 de enero de 1942, primera sección, pp. 1 y 11.
[14] Cfr. “El Nacional”, 25 de marzo de 1942, primera sección, p. 1; “El Nacional”, 3 de junio de 1942, primera sección, p. 1.

jueves, 10 de mayo de 2012

El abastecimiento del ejército español (1568-1648)

Presentación "El abastecimiento del ejército español
Entre los siglos XVI y XVII, ningún Estado europeo abastecía directamente a sus ejércitos, sino que recurrían a contratistas y empresarios privados (mercaderes y vivanderos) a quienes pagaban para que suministraran al ejército alimento, vestido y equipo, aunque ninguno de estos contratistas sufragaba un tren de artillería. La corono española no fue la excepción y sólo alimentaba a los soldados de la armada(1). Sin embargo, los mercaderes vendían los bastimentos directamente a los soldados, por lo que la única obligación de la corona era la paga puntual de la tropa.

El abastecimiento del ejército era más fácil cuando se encontraba en guarniciones o incluso cuando atravesaba rutas establecidas, ya que era posible anticiparse a su paso. Sin embargo, cuando comenzaba una campaña en territorio enemigo las cosas se complicaban, generando que muchos ejércitos fueran derrotados por la falta de víveres(2). Aunque los comandantes proporcionaban escolta a los mercaderes, en ocasiones dejaban de abastecer al ejército por temor a un ataque enemigo o a los soldados del mismo ejército al que abastecían.

En ese caso, el comisario general de bastimentos llevaba los víveres al ejército. También llevaba las pagas de la tropa, así como la contabilidad de los gastos del ejército. Junto con el maestre de campo (equivalente actual del coronel), establecía los precios de todos los productos, vigilando que los precios a los que se vendían las vituallas a los soldados fueran justos. También dirigía a los comisarios de cada unidad y nombraba a los oficiales encargados de proveer al ejército(3).

Cuando se levantaba un ejército, el mismo rey informaba al comisario general de bastimentos la cantidad de gente, nacionalidades y bestias para que calculara el abastecimiento que requeriría el ejército. Cuando el ejército comenzaba la movilización, el comisario general se informaba de los lugares en donde acamparían para colocar a personal de confianza en los puntos más convenientes con instrucciones sobre el abastecimiento. Durante la campaña, el capitán general lo mantenía informado de todos sus planes, para que resolviera con tiempo lo relativo a los víveres necesarios para las tropas(4).

Para establecer el precio de los víveres se tomaban en cuenta los gastos de carros, acémilas, caballos y barcas, así como el salario de comisarios y colaboradores. Además, se consideraba el valor de los bastimentos en la región y los peligros del recorrido(5). Sin embargo, los precios establecidos por los maestres de campo debieron ser elevados, lo que causaba que los soldados compraran sus víveres en plazas no autorizadas(6).

Para evitar abusos o desvíos de parte del comisario general, existía un veedor general encargado de llevar registros de ingresos y egresos del ejército, pudiendo incluso despedir gente. Además, había un tenedor de bastimentos que llevaba la contabilidad de todo lo que entraba al mercado y lo que se vendía, para evitar carencias o excesos de productos. En caso de que no pudieran llegar los víveres, el tenedor de bastimentos se encargaba de que el ejército contara con pan bizcochado, harina y panaderos(7).

Otra fuente de abastecimiento, aunque menos regular, era el saqueo.

Cuando se saqueaba una guarnición, el botín era propiedad del general, pero los soldados podían apropiarse de lo que saquearan en las casas de los particulares. En ambos casos, el comisario general levantaba un inventario de todo el botín con la finalidad de saber lo que tenía cada soldado. Si hacían falta víveres en el ejército, el comisario general podía comprar el botín de los soldados a la mitad o tercera parte de su valor en la zona(8).

En las correrías, los soldados tenían licencia para saquear y apropiarse todo el botín. Sin embargo, el comisario general establecía salvaguardas en zonas que abastecían al ejército, aún zonas enemigas. Esta práctica, conocida como "el dinero del fuego", consistían en que un ejército amenzaba a un poblado con quemarlo si no aportaba una determinada cantidad de recursos periódicamente. Cada que se pagaba este "impuesto", el ejército otorgaba una constancia al poblado para atestiguar su pago(9). Esta práctica se afinó durante la Guerra de los Treinta Años, lo que permitió al general Ernest von Mansfelt sostener a sus tropas en 1621; posteriormente, mediante este método, el general Wallenstein alimentó ejército imperiales enormes (de 70 a 100 mil hombres)(10) y los suecos hicieron lo mismo(11); por lo que el dinero del fuego ya no sólo abarcaba a algunos poblados, sino a varias ciudades. Pero esta práctica también generaba disgusto. Los gobernantes territoriales de las zonas ocupadas por el ejército de Wallenstein se quejaban de estar a:

"... merced de coroneles y capitanes que son delincuentes y aprovechados de guerra indeseables, que no respetan las leyes del imperio."(12)

Además, para llegar a este nivel, se requería de un control total de los recursos de la región, lo que implicaba imponer una severa derrota al enemigo para apropiarse de todos los recursos, por ello, sólo después de vencer a las tropas imperiales en la batalla de Praga, Mansfelt pudo alimentar a su ejército en 1621.

Pero obtener tal nivel de control resultaba arriesgado porque obligaba a aventurarse a una batalla campal, encuentro en el que cualquiera podía sufrir el descalabro. Saquear un pueblo difícilmente proporcionaba todos los recursos que necesitaba el ejército. El saqueo de una ciudad podía brindar las vituallas necesarias, pero los asedio tomaban meses, lo que retrasaba la obtención del botín (si la plaza llegaba a capturarse). El único abastecimiento seguro era el de los mercaderes y el del comisario general, pero si éstos vendían las vituallas la paga jamás debía faltar.

Sin embargo, el pago de la tropa nunca contó con la regularidad necesaria, llegando a retrasarse el pago de haberes por meses o incluso años. Desde las guerras entre Carlos V y Francisco I y luego las de Felipe II, las campañas bélicas se suspendían a menudo como resultado de las bancarrotas reales(13). En 1607, España se vio forzada a negociar una tregua con las Provincias Unidas, misma que se firmó en 1609, para reponerse de sus gastos(14).

Muchas de estas bancarrotas se debían a los funcionarios encargados de la recolección de impuestos (asentistas, contadores, tesoreros y receptores), quienes desviaban un porcentaje importante de los recursos obtenidos (c. 60%) para su propio enriquecimiento; en 1632, la corona española descubrió que de cada 12 escudos recaudados por sus ministros, sólo 3 ó 4 llegaban a las arcas reales(15). Pero la opinión generalizada entre los hispanistas ve a la década de 1590 como el momento en el que las bases del poderío español, particularmente castellano, comenzaron a declinar(16).

Como resultado de una peste en Castilla, se aceleró el declive de la población, por lo que descendió la producción agropecuaria. Después, la larga guerra en Flandes contra ingleses y holandeses destruyó buenas relaciones comerciales que databan de principios del siglo XVI, lo que produjo una depresión en la actividad manufacturera y una crisis en el comercio internacional(17). La Tregua de los Doce Años (1609-1621) entre España y las Provincias Unidas permitió el restablecimiento del comercio exterior y los exportadores se vieron beneficiados, pero el comercio interno español decayó y con él, la incipiente industria española(18).

A partir de la década de 1630, ante la inminencia del conflicto con Francia, España tuvo que aumentar su presión fiscal, tanto sobre los grupos privilegiados como sobre los desfavorecidos. Así desapareció la distinción entre pecheros (grupos obligados al pago de impuestos) y exentos, por lo menos desde el punto de vista fiscal, pero no bastó para solucionar la crisis financiera de España. Además, tanto la nobleza como el pueblo bajo terminaron detestando las crecientes presiones fiscales, lo que le impidió al conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, encontrar cooperación en alguno de estos grupos a sus distintos proyectos políticos(19).

En medio de este caos financiero, la plata americana ayudó poco, ya que nunca representó un porcentaje mayor a los ingresos obtenidos a través de impuestos (apenas 11% con Carlos V y 25% con Felipe II). La plata procedente de América servía fundamentalmente como una garantía para el pago de las deudas contraídas con banqueros extranjeros(20).

Para empeorar la situación, los principales cuadros de mando solían desviar las pagas de las tropas a us propios bolsillos, por lo que Eguiluz señalaba que el capitán no debía permitir que a sus soldados "...de su sueldo se les quite un dinero..."(21). Sin embargo, era poco lo que los capitanes podían hacer por sus hombres, ya que dependía de los maestres de campo, por lo que Brancaccio sentenciaba que:

"...por diferentes modos de no tener la hacienda ajena, y particularmente de Capitanes, que cuando con ellos llegare a esto, será necesario después cerrar los ojos a muchas cosas, por lo cual ha de procurar antes vivir con su sueldo modestamente, que con lo ajeno con pompa y lucimiento."(22)

Por lo tanto, ni los mismo oficiales escapaban a la improbidad de sus comandantes, al tiempo que la actitud de los generales motivaba a los oficiales a cometer otra clase de abusos hacia la tropa o hacia los civiles. Así, mientras que los esfuerzos de oficiales, comandantes y sargentos por vigilar la paga puntual de la tropa eran inútiles, porque finalmente no dependían de ellos, la malversación de los generales agravaba las condiciones de vida de la tropa.

Frente a estas circunstancias, los soldados tenían dos opciones, dedicarse al robo o amotinarse. La primera distraía al soldado de sus obligaciones militares, además de requerir la aceptación tácita de los oficiales mediante el disimulo. Pero esta opción podía salirse de control, por lo que la oficialidad no podía tolerarla por mucho tiempo. En ese momento, la única respuesta factible era el motín.

Las primera pruebas de que se planeaba un motín eran los corrillos públicos, en donde se quejaban de las condiciones y de la falta de pago. Después escribían carteles de autoría anónima para animar a los soldados a amotinarse(23). Cuando se producía, el motín generalmente implicaba el linchamiento de los oficiales (razón por la cual, cada maestre de campo tenía una escolta de alabarderos) y el cese de las operaciones militares hasta la obtención de las pagas atrasadas. Varias victorias españolas en Flandes fueron seguidas de amotinamientos, lo que dio la oportunidad a las Provincias Unidas de recuperarse de sus pérdidas, ya que la corona española carecía de tropas para capitalizar la victoria.

El ejemplo más cruel de un amotinamiento ocrurrió en 1574, cuando las tropas españolas saquearon Amberes luego de no recibir sus pagas. Como Amberes, varias ciudades y pueblos del norte y centro de Europa fueron arrasados entre los siglos XVI y XVII por ejércitos, tanto de voluntarios españoles como de mercenarios de otras nacionalidades, ya que al incrementarse los ejércitos, las pagas se volvieron más irregulares(24).

A partir de problemas de abastecimiento, así como de su consecuencia más grave, el motín, es posible identificar posturas partidistas entre los diferentes tratadistas militares de la época, según sean españoles o mercenarios extranjeros, de origen noble o de origen humilde. Sin embargo, ese tema merece una entrada a parte.

Notas
1-Bernandino de Escalante. Diálogos del arte militar, Sevilla 1583. Edición facsimilar, prólog de José L. Casado y Geoffrey Parker, Salamanca, 1992. Diálogo V.
2-Geoffrey Parker. La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, 1500-1800, traducción castellana de Alberto Piris, Barcelona, Editorial Crítica, 1990. Pp. 110-115.
3-Escalante. Op. cit., diálogos IV-V, Carlos Bonieres. Arte militar deducida de sus principios fundamentales, Zaragoza, 1644. P. 156.
4-Escalante. Op. cit., diálogo V, Lelio Brancaccio. Cargos y preceptos militares para salir con brevedad famoso y valiente soldado, assi en la infantería, caballería y artillería: y para saber guiar, alojar y hazer combatir un ejército, defender, sitiar y dar assalto a una plaza, Barcelona, 1639. Fols. 134-135.
5-Escalante. Op. cit., diálogo V, Brancaccio. Op. cit., fol. 103.
6-Cfr. Sancho de Londoño. Discurso sobre la forma de reducir la disciplina militar a mejor y antiguo estado, Madrid, 1594. P. 48.
7-Escalante. Op. cit., diálogo V, Martín de Eguiluz. Milicia, discurso y regla militar, Amberes, 1595. Pp. 160-161, Bonieres. Op. cit., pp. 154-155, 157-158.
8-Escalante. Op. cit., diálogo V.
9-Parker. Op. cit., pp. 97-99, Escalante. Op. cit., diálogo V.
10-Esta cifra puede parecer enorme, pero hay razones para darle crédito. Bonieres, el autor que la consigna, fue, además de militar, miembro del Consejo de Estado, por lo que estaba enterado de detalles de este tipo. Las tropas suecas no eran menos numerosas; en 1632, Suecia contaba con 62 mil hombres en el norte de Alemania y otros 66 mil operando en territorio enemigo. Sin embargo, el crecimiento de los ejércitos europeos se había dado desde antes. En 1532, Carlos V tenía a cerca de 100 mil hombres tan sólo en Hungría peleando contra los turcos. Durante la década de 1640, los ejércitos de los principales Estados europeos tenían en promedio 150 mil efectivos y la cifra aumentó a 400 mil a finales del siglo XVII. Parker. Op. cit., p. 47.
11-Bonieres. Op. cit., p.73, Parker. Op. cit., pp. 93-105.
12-Onno Klopp. "Das Restitutiones-Edikt im nordwesttlinchen Deutschland" Forschungen zür deutschen Geschichte, I, 1862. Apud Geoffrey Parker. La Guerra de los Treinta Años, traducción de Daniel Romero Álvarez, Madrid, Machado Libros, 2003. P. 131.
13-Michael Howard. La guerra en la historia europea, traducción de Mercedes Pizarro, ´México, Fondo de Cultura Económica, 1983. P. 49.
14-Holanda también necesitaba la tregua en 1607, ya que, desde 1604, Inglaterra firmó una paz con España, dejando solos a los holandeses; desde la década de 1590, España había capturado varias provincias, situación que continuó hasta 1606; además, el comercio holandés se veía mermado a causa del embargo español y de las medidas tomadas en 1605 contra el comercio holandés en el Caribe. Cfr. Geoffrey Parker. Europa en crisis, 1598-1648, segunda edición, traducción de Alberto Jiménez, México, Siglo XXI Editores, 1981. Pp. 158-159.
15-Cfr. Bonieres. Op. cit., pp. 62-63. Según Bonieres, Francia no estaba exenta de este problema.
16-Desde 1938, Earl Hamilton explicaba la decadencia de España en función de sus problemas económicos, desde entonces casi todos los hispanistas coinciden con él. Otros, como John Elliot, consideran que esta explicación es arbitraria. Cfr. John Elliot. España y su mundo, 1500-1700, traducción de Ángel Rivero Rodríguez y Xavier Gil Pujol, Madrid, Alianza Editorial, 1990. Pp. 262-264.
17-Antonio Feros y Juan Gelabert (dir.). España en tiempos del Quijote, México, Taurus-Historia, 2005. Pp. 165-168, 216.
18-Ib, p. 223.
19-Elliot. Op. cit., pp. 163, 217-222.
20-Ib. p. 45.
21-Eguiluz. Op. cit., p. 40.
22-Brancaccio. Op. cit., fol. 48.
23-Londoño. Op. cit., p. 48.
24-Parker. Europa..., p. 157.

viernes, 4 de mayo de 2012


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domingo, 29 de abril de 2012

Las fases de la guerra





En el 2001, McGregor Knox editó un libro titulado The dynamics of military revolution 1300-2050. En él participaron varios autores, extraeremos las ideas de sólo dos de ellos.

William Murray y McGregor Knox sintetizaron cinco revoluciones militares en la edad moderna que al confluir crearon una magna revolución militar. Primero advierten que la idea de una revolución militar surgió entre los historiadores a partir de 1955 con la tesis de Roberts y posteriormente surgió entre teóricos militares del ejército soviético durante la década de 1960.
La primera revolución militar creó al Estado moderno en el siglo XVII y se basó en una organización militar compleja y fuerzas armadas disciplinadas. La segunda ocurrió durante la Revolución Francesa y vinculó a la guerra con la política. La tercera ocurrió a finales del siglo XVIII, se fundamenta en la revolución industrial que permitió armar, reclutar, alimentar, pagar y movilizar rápidamente grandes masas de combatientes. La cuarta sucedió durante la
Primera Guerra Mundial y combinó los efectos de las tres revoluciones militares anteriores estableciendo un nuevo modelo de guerra. La última aconteció durante la Guerra Fría con la aparición de las armas nucleares.
Con respecto a la primera revolución, para los autores, la clave reside en la capacidad para pagar un ejército, ya que de esto se desprende su disciplina, mientras que la disciplina es esencial para la creación del Estado moderno. Para validar su argumento Murray y Knox explican que la incapacidad de la corona española para pagar regularmente a sus tropas generó motines, principal expresión de indisciplina, al reinar la indisciplina en el ejército, éste no pudo utilizarse como instrumento de política exterior, lo que minó el poder de España. Los autores incluso extrapolan éste modelo para explicar el siglo XIX en toda América Latina.

Posteriormente, la Revolución Francesa hizo confluir guerra y política al convertir a la guerra en un asunto nacional que movilizaba a toda la población. Al mismo tiempo logró crear y alimentar sentimientos nacionalistas.

El tercer paso, a través de la revolución industrial, creó el material bélico necesario para sostener un conflicto.

Más adelante, durante la Primera Guerra Mundial se combinaron el poder industrial, el poder armamentista, la logística, el poder combativo y el nacionalismo. Como resultado, la guerra se expandió a un nuevo espacio, el aire con la aparición de los aviones y a una tercera dimensión tanto en el aire como en el mar, en éste último caso con los submarinos. De este modo surgían los elementos básicos que caracterizarían a la guerra en 1918, 1939-1945 e incluso después de 1991, pero notándose muchas diferencias entre 1914 y 1918 en la forma de conducir la guerra.

Finalmente, la aparición de las armas nucleares y los misiles balísticos crearon la última revolución militar, caracterizada por la garantía de la destrucción mutua asegurada.
Hay que señalar que estas ideas aparecen en el capítulo introductivo, más con la intención de orientar al lector con respecto al resto de artículos, de modo que éstas ideas pudieran no ser sus conclusiones definitivas. En ese sentido, sería injusto dar por el momento un veredicto sobre su postura teórica.

El debate entorno a la teoría de la revolución militar


http://prezi.com/xuaj_nxf-yky/edit/#0_4339172


En 1955, durante una conferencia en Belfast, Michael Roberts dio a conocer su teoría de la revolución militar en una ponencia titulada así The military revolution. Roberts la fechó entre 1560 y 1660 y la consideró como el parteaguas entre la edad media y la edad moderna. La revolución militar contaba con tres ejes. El primero de ellos era una revolución táctica, creada por los holandeses, mejorada por los suecos, aunque inspirada en modelos romanos.

Ésta revolución táctica se caracterizaba por el uso sistemático de las armas de fuego, en particular del mosquete, que de la mano de formaciones con extenso frente de batalla y escasa profundidad creaba una cortina de fuego ininterrumpida. Su puesta en práctica exigía un alto grado de preparación y disciplina. A partir de ésta consecuencia, la revolución táctica se convirtió en revolución militar.

La aplicación de los cambios tácticos demandaba un período de entrenamiento que estandarizara las maniobras que los soldados debían ejecutar. Como resultado, fue necesario conservar al ejército de un año al siguiente, utilizando el invierno como período de entrenamiento. Lo anterior significó dejar de reclutar ejércitos para cada campaña, enganchados en la primavera y licenciados en el otoño, surgiendo así los ejércitos permanentes.

Pero conservar al ejército año con año implicaba garantizar su paga de forma también permanente. Esto a su vez obligaba a concentrar enormes cantidades de recursos, así como la creación de un aparato burocrático capaz de administrarlos. Mientras que las noblezas europeas fueron incapaces de afrontar ese desafío, los monarcas europeos, al contar con los recursos técnicos, administrativos y financieros, resultaron ser los únicos personajes en
condiciones de atender a las nuevas necesidades de la guerra. Así pues, mientras que la nobleza se veía debilitada políticamente en Europa, los reyes europeos incrementaron su poder. Con base en éste fenómeno, Roberts encontró en la revolución militar una explicación al triunfo del absolutismo en el siglo XVII.

Todo éste proceso creó guerras tan onerosas que superaban los ingresos del Estado, surgía así la necesidad de créditos bancarios para financiar las conflagraciones. El pago de las deudas requería de períodos de paz para la recuperación de las arcas estatales. Sin embargo, la creación de estrategias más ambiciosas también generó conflictos bélicos más prolongados y cada vez menos períodos de paz.
Con el fortalecimiento político de las monarquías europeas, éstas tuvieron la posibilidad de crear estrategias más ambiciosas, pero cuya aplicación demandaba un incremento exponencial de sus efectivos militares. Tanto la aparición de estrategias más ambiciosas como el incremento masivo de los ejércitos, constituyen los otros dos ejes entorno a los cuales gira la teoría de Roberts, ya que ambos tuvieron el mismo efecto que la revolución táctica: requerían una gran concentración de recursos, misma que sólo podía satisfacer
el soberano, lo que amplió aún más su poder.

En función de los crecientes costos, el saqueo y el botín se utilizaron para sufragar parte de los gastos, incluso fueron legitimados y convertidos en objetivos estratégicos. La obtención de botín mediante el saqueo necesariamente golpeó a la población civil, por lo que la revolución militar daba a luz un modelo de guerra extremadamente cruel. No obstante, la revolución militar creó el remedio a esa crueldad al gestar convencionalismos a respetar
que garantizaban el respeto, a lo que hoy consideraríamos, los derechos de los no combatientes. De ese modo, la revolución militar creaba guerras capaces de regularse a sí mismas.


La teoría de la revolución militar tenía objetivos limitados para el desarrollo de la historia europea aunque con consecuencias más vastas para la filosofía de la Historia. Por un lado, Roberts pretendía resaltar la importancia de la guerra en las sociedades europeas de la temprana edad moderna, particularmente, su influencia en la creación y consolidación del Estado absolutista. Por otro lado, Roberts explicaba esa importancia en función de una
idea tecno-céntrica ya que presentaba a la tecnología militar, especialmente a las armas de fuego, como la causa última de una profunda transformación histórica.


Sin embargo, la teoría de la revolución militar es una proyección de Roberts y su tiempo. Al final de su trabajo, Roberts afirmaba que: “The road lay open, broad and straight, to the abyss of the twentieth century”(1). Con esto, Roberts creó una justificación para la carrera armamentista que iniciaba a mediados del siglo XX, ya que, después de los horrores de dos guerras mundiales, ambas gestadas (en la visión de Roberts) por el desarrollo tecnológico, la misma tecnología crearía mecanismos que regularían conflictos futuros. Por lo tanto, la teoría de Roberts no es una teoría inocente, ni siquiera se limita a encontrar la explicación definitiva del devenir histórico, sino que constituye una justificación ideológica para la industria armamentista. La teoría de la revolución militar, tal como Roberts la concibió, puede ser un instrumento peligroso en las manos equivocadas, ya que proporciona una excusa a una potencial escalada en la producción de armamentos.

La teoría de la revolución militar no recibió ninguna de esas críticas en 1955, de hecho no tuvo críticas significativas durante veinte años. Éstas, cuenta Geoffrey Parker (de quien hablaremos más adelante), aparecieron hasta 1976 y giraron en torno a la omisión de Roberts de la guerra naval, la guerra de asedio, así como de los cambios ocurridos en otros ejércitos europeos contemporáneos. Sin embargo, la noción de una revolución militar no
fue seriamente cuestionada, ni siquiera su tecno-centrismo; pero tampoco había llegado a su nivel más álgido.

En 1988, Geoffrey Parker escribió un libro titulado: La revolución militar. Ahí, Parker retomó las ideas de Roberts y las llevó a sus últimas consecuencias.

Parker rescató el papel de las armas de fuego y el incremento masivo de los ejércitos. Agregó la importancia de la guerra de asedio mediante la creación de un nuevo sistema de fortificación y añadió el rol de la guerra naval. Además, extendió la delimitación temporal de la revolución militar, dándole inicio en 1500 y término en 1750.

Con lo anterior, Parker llegó a la misma conclusión que Roberts: el nuevo modelo de fuerzas armadas (terrestres y navales) así como las formas de hacer la guerra eran excesivamente onerosos. Al ser tan caros, éstos gastos sólo podían ser sufragados por el poder central, expresado generalmente a través del monarca. Como resultado, Parker concluyó que los nuevos métodos e instrumentos de la guerra crearon y consolidaron al Estado absolutista en el siglo XVII.

Pero Parker llevó la teoría de la revolución militar más allá de Europa y la utilizó para explicar el predominio europeo sobre el resto del mundo. El argumento de Parker es básicamente éste: las transformaciones en el arte de la guerra naval y terrestre permitieron a distintos Estados europeos imponerse a varias culturas en América, África y Asia, hasta llegar a controlar 30% de la superficie terrestre. Éste avance constituiría la base para la expansión europea del siglo XIX, que llevaría al mundo occidental a controlar 80% de la tierra.

Parker sintetiza toda su explicación de la siguiente forma:

“Gracias, sobretodo a su superioridad militar, basada en la revolución
militar de los siglos XVI y XVII, las naciones occidentales habían
conseguido el nacimiento de la primera hegemonía global de la Historia”(2)
Así pues, Parker no sólo encontró en la teoría de la revolución militar un argumento tecno-céntrico, además halló un sentido euro-centrista de la historia al asegurar que el dominio europeo sobre el mundo tiene su génesis en el desarrollo de la tecnología militar.

En ésta ocasión no fue necesario esperar veinte años para que aparecieran críticas a la teoría de la revolución militar. En 1991 Jeremy Black escribió A military revolution? Para cuestionar las ideas de Roberts y de Parker. Black construyó su crítica a partir de las ideas y la conclusión de la teoría de la revolución militar.

Por ende, Black inició cuestionando el valor atribuido a las armas de fuego y por tanto a la contramarcha. Black aclara éste hecho con base en dos premisas, por un lado, la imprecisión de las armas de fuego en la temprana edad moderna y, por otro lado, que la pica conservara la categoría de “arma reina de la infantería” entre 1560 y 1660, aspecto que tanto Roberts como Parker habían omitido, por lo que la importancia atribuida a las armas de fuego era en realidad exagerada.

Otra parte de su crítica se cifró en el incremento de los ejércitos europeos. Black advierte que las fuentes documentales a partir de la cuales se ofrecen cifras de los efectivos militares deben ser tomadas con reservas. En éste punto, Black es especialmente cáustico con Parker, ya que asegura que Parker no impuso una crítica seria a fuentes que no eran confiables, de modo que los cifras de los ejércitos europeos que da Parker son, en opinión de Black, cifras que no se sostienen. Para Black, el incremento masivo de los ejércitos
europeos no se produjo entre los siglos XVI y XVII, como sostuvieron Roberts y Parker, sino hasta el siglo XVIII, cuando se generaliza la conscripción en los ejércitos de los Estados europeos.

La crítica de Black a la forma en la que Parker presentó la guerra de asedio ya no fue tan severa. Para Black, el error de Parker fue excluir a los suecos, rusos, austríacos y turcos del desarrollo de la poliorcética, como si fuera un campo exclusivo de los españoles, italianos, franceses y holandeses. Black no niega el desarrollo que las fortificaciones y los asedios tuvieron en la Europa occidental, lo que si niega es que ese desarrollo fuera el único, de
manera que el error de Parker aquí fue marginar ese mismo desarrollo en Europa oriental.

Black advertía que la tecnología militar fue tan constante que no podría hablarse de nada revolucionario. En contraste, la llamada revolución militar no fue homogénea, pues en el este de Europa la guerra siguió un desarrollo propio. Como resultado, Black considera que, de existir una revolución militar en la Europa post medieval, ésta no ocurrió antes del siglo XIX. En el campo concerniente a la formación del Estado, Black asegura que los fenómenos
militares que favorecieron su creación no se dieron en el período de 1560-1660, sino en el de 1660-1760, período que sí fue testigo de un incremento de los ejércitos gracias a la sustitución del reclutamiento voluntario por el sistema de conscripción, mismo que fue fomentado ante la posibilidad de ganar conflictos con un primer y duro golpe y que exigía mantener una estructura militar permanente, aún en tiempos de paz, para conservar un alto grado de preparación.
La crítica de Black no se fosilizó en los años siguientes, de modo que ciertas ideas sufrieron transformaciones. Sin embargo conservará una constante fundamental: su crítica al tecno-centrismo.

Citas
1-Michael Roberts. The military revolution, 1560-1660, p.29.
2-Geoffrey Parker. La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, 1500-1800, traducción castellana de Alberto Piris, Barcelona, Editorial Crítica, 1990. P. 209.

La historia militar dentro de la filosofía de la Historia


La filosofía de la Historia parte de ciertos principios para interpretar el sentido de determinados fenómenos históricos o del acontecer universal.

Básicamente busca dos cosas. Por un lado, determinar las leyes de la evolución histórica (metafísica de la Historia). Por otro lado, explicar el desarrollo de la civilización y de la cultura.

En ese sentido, el estudio de la historia, y la historia militar no es ajena a ello, tiene dos aspectos: el conocimiento meramente descriptivo y narrativo de los hechos y el de la clasificación, interpretación y conocimiento racional del mismo.

Existen varias posturas entorno a la filosofía de la Historia, por lo que el mapa mental mostrado al inicio es sólo una muestra del repertorio filosófico. Casi todas las escuelas se dividen en escuelas idealistas o materialistas. En la práctica, una postura materialista puede recoger tesis idealistas o a la inversa, tal es el caso del materialismo histórico, que retomó algunos postulados del idealismo alemán (en particular de Hegel).

La historia militar no escapa a dicho debate filosófico. De hecho, la teoría de la revolución militar presenta su propia visión filosófica del devenir histórico. Dicha visión es claramente tecno-céntrica y euro-céntrica, a partir de lo cual encuentra en la guerra la explicación del mundo tal como lo conocemos.

Aún sus principales críticos, como Black, coincidieron en ver en la guerra la causa última del desarrollo histórico-social. Es evidente que no comparten sus posturas tecno-céntricas y euro-céntricas, pero no deja de ser interesante que todos conciban a la guerra como el principal agente catalizador del cambio histórico.

Bibliografía

Casi cualquier manual de Historia de la Cultura contiene un capítulo dedicado a la filosofía de la Historia. Personalmente, recomiendo el siguiente:

GUZMÁN Leal, Roberto. Historia de la cultura, decimoséptima edición, México, Editorial Porrúa, 1998.

domingo, 22 de abril de 2012

La teoría del poder aéreo de Giulio Douhet

Giulio Douhet (1869-1930) fue un militar italiano. En 1921 publicó un libro titulado Il dominio dell` aria. Esa obra se apoyó en experiencias, propias y ajenas, de la guerra italo-turca y de la primera guerra mundial para apoyar su propuesta de fortalecimiento de la aviación militar.

Douhet empieza proponiendo la creación de un nuevo brazo armado, la aviación, completamente autónomo de los dos ya existentes, el ejército y la armada. Para él, el poderío aéreo se desperdiciaba en objetivos subordinados a los planes de los mandos del ejército y de la armada, ya que la fuerza aérea era plenamente capaz de emprender operaciones propias cuyos efectos podían ser más profundos.

La visión de Douhet se apoyaba en que, tanto los planes de un ejército como los de una flota, sólo alcanzaban la línea de frente del enemigo. En contraste, los planes aéreos podían golpear casi cualquier parte del territorio enemigo. Douhet reconoce que esta ventaja está sometida a la autonomía de los aviones, pero que, aún con dicha salvedad, su radio de acción sigue siendo más amplio que el de los otros dos brazos armados de un país.

Douhet, al igual que muchos teóricos militares, es heredero de las teorías de Clausewitz y de Jomini, ambas consistentes en la idea de la concentración de fuerzas en el punto decisivo para alcanzar la victoria. Desde finales del siglo XIX, la concentración de fuerzas estaba asociada a la superioridad de fuego. En ese sentido, Douhet proponía enfocarse en contar con el mayor número de bombarderos, por lo que su teoría del poder aéreo era eminentemente ofensiva.

Para este autor, el uso de cañones antiaéreos era inútil, por lo que debían ser ignorados. El empleo de aviones caza era, en principio, marginal, ya que su existencia y su número estaban condicionados por su empleo en el bando contrario. Como resultado, la verdadera prioridad para la fuerza aérea consistía en tener un número elevadísimo de bombarderos, para aprovecharlos contra la mayor cantidad posible de objetivos.

Dichos objetivos eran tanto militares como civiles, industriales y de infraestructura. Para Douhet, la fuerza aérea era capaz de destruir las fuentes de poderío militar, productivo y humano de un país, situación que se traducía en la postración absoluta del adversario. Pero Douhet vio más allá de la sola destrucción material, él pensó también en la destrucción moral de los supervivientes a un bombardeo. De este modo, Douhet propuso el uso del bombardeo aéreo no sólo para la destrucción física, sino que además lo propuso para acabar con la moral combativa de la población enemiga.

La visión que Douhet tenía del bombardero como arma decisiva en un conflicto bélico, así como su propuesta de la guerra total a partir de la aviación quizá no fuera única, sin embargo si es de las más conocidas. Las ideas de Douhet cuentan tanto con seguidores como con detractores, ya que muchas de sus ideas fueran puestas en práctica durante la segunda guerra mundial, así como en conflictos posteriores.

En el caso de la segunda guerra mundial, el uso de bombardeos aéreos masivos sobre distintos objetivos en Europa no decidió el resultado de la contienda, situación que desmiente la propuesta de Douhet. Sin embargo, la aparición de las armas nucleares le daría la razón a Douhet si consideramos los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki y el consiguiente fin de la guerra.

El debate sobre el arma capaz de definir un conflicto bélico no ha terminado. En el caso de la Italia de las décadas de 1920 y 1930, Douhet se encontraba en pugna con otros oficiales y teóricos italianos que presentaban al ejército o a la armada como armas definitorias. El problema al que se enfrentaban era la insuficiencia de recursos para alimentar todos los proyectos militares. Dicha situación seguramente no era exclusiva de Italia, como seguramente tampoco es exclusiva del período de entre guerras.